HACIA UN ESTATUTO DEL ABOGADO DEL
TURNO DE OFICIO:
LA CONSIDERACIÓN SOCIAL DEL ABOGADO Y NECESIDAD DE REVISAR LAS CONCEPCIONES QUE DEL MISMO TIENEN LAS INSTITUCIONES
ADMINISTRATIVAS Y CORPORATIVAS.
LA CONSIDERACIÓN SOCIAL DEL ABOGADO Y NECESIDAD DE REVISAR LAS CONCEPCIONES QUE DEL MISMO TIENEN LAS INSTITUCIONES
ADMINISTRATIVAS Y CORPORATIVAS.
Por Jorge Pérez Alonso
Abogado
Presidente de la Comisión de Garantías Estatutarias de la
Confederación Española de Abogados del Turno de Oficio y Asistencia Jurídica Gratuita
Confederación Española de Abogados del Turno de Oficio y Asistencia Jurídica Gratuita
I.- EL ABOGADO DE OFICIO EN EL SISTEMA PENAL
AMERICANO Y SU CONSIDERACIÓN POR LA SOCIEDAD Y LA JUDICATURA ESTADOUNIDENSE.
Cuando por
vez primera se me trasladó la idea de exponer las ideas referentes al Estatuto del Abogado del Turno de Oficio,
de forma inmediata vino a mi memoria la secuencia de una serie televisiva
dedicada al mundo judicial y que ilustra a las mil maravillas la consideración
que tanto a nivel jurídico como social debería tener un letrado que presta el
servicio público como es el de justicia gratuita, amén de servir siquiera como
término comparativo entre dos sistemas jurídicos que permita cuando menos plantear
abiertamente un debate acerca de la valoración que del profesional de la
abogacía se tiene, tanto a nivel institucional como social, en otros países,
debate que de forma sistemática las corporaciones profesionales y las
Administraciones rehúyen atemorizadas. La serie en cuestión a la que me refería
anteriormente es la veteranísima Ley y orden, cuyo visionado no sólo
permite al espectador hacerse una idea bastante fidedigna del sistema penal
americano sino que además, al extender su presencia en las pantallas durante un
par de décadas (desde el año 1990 al 2010), permite comprobar la evolución
política y social e incluso la mutación física de la sociedad americana durante
esos veinte años que transcurren entre el ecuador del mandato de George Herbert
Walker Bush y el primer año de la presidencia de Barack Obama; aspecto este
último en el cual precisamente incide la glosa que Shannon Madder realiza de la
serie en el décimo capítulo de la obra colectiva Lawyers in your living room, editado por la American Bar Association y coordinado por Michael Asimow, un
jurista especializado en derecho administrativo. La secuencia a la que me
refiero tiene lugar en el segundo episodio de la primera temporada, el que
lleva por título Subterranean homeboy
blues y que, por cierto, se inspira en un hecho real, el célebre tiroteo
que tuvo lugar en el metro de Nueva York el 22 de diciembre de 1984 y que tuvo
como protagonista a Bernhard Goetz. En el episodio televisivo al que nos
acabamos de referir, el ayudante del fiscal de distrito Benjamín Stone
(interpretado brillantemente por Michael Moriarty) inicia un proceso por
homicidio frente a una joven blanca que ha disparado en pleno metro a dos
jóvenes de color (quitando la vida a uno de ellos y dejando paralítico a otro)
porque tenía la íntima convicción de que ambos iban a agredirla sexualmente. La chica, que carecía de ingresos
suficientes para permitirse un abogado particular, es asistida por lo que en el
sistema americano se denomina “defensor
público”. Stone mantiene impertérrito la acusación firmemente convencido de
la ilicitud del proceder de la acusada, pese a las advertencias del fiscal de
distrito Adam Schiff (insuperable Steven Hill) pronosticando que el jurado sólo
verá en el juicio a una víctima que con total justicia repelió una agresión. La
situación cambia de forma radical en el momento que Stone descubre un hecho
hace tambalearse no sólo desde el punto de vista jurídico, sino incluso
personalmente su seguridad inicial: uno de los presuntos agresores,
precisamente el que fallecido, había agredido sexualmente con anterioridad a
otra mujer, lo cual implicaba que la chica acusada pudiera tener razón al
percibir como algo real y no meramente potencial la amenaza. Ante dicha
situación, el fiscal obra de una manera que sería, no vamos a decir que
inaudita, pero sí cuando menos bastante poco frecuente en nuestro país. En
primer lugar, en una reunión con el defensor público que tiene lugar en el
despacho del juez que conocía el asunto, el fiscal manifiesta que “la defensa tiene la obligación de defender a
su cliente aunque sepa que es culpable, mientras que el ministerio público está
más limitado, pues si entiende que no existe base para la acusación o existen
dudas razonables está obligado a retirar los cargos”; pero tampoco deseaba
transmitir a la sociedad la impresión que disparar en un lugar público pudiera
quedar impune, y por ello, pese a retirar la acusación de homicidio, mantiene
un cargo por un delito menor, cuya pena no determinaría el ingreso en prisión.
Ante las reticencias de la defensa, que no dejaba de ser sensible a las tesis
de la acusación, el fiscal pronuncia unas frases que son sumamente
significativas de la posición tanto jurídica como social que en el sistema
norteamericano se tiene del abogado de oficio: “You are a Public Defender, try to defend the public [...] We are both paid by the people, we
are both part of the same system”; lo que podría traducirse como: “Sois un defensor público, tratad de defender
al publico [...]. A los dos nos paga el pueblo, los dos formamos parte del Sistema”. En otras palabras, el fiscal se equipara en todos los aspectos a quien
asume la defensa de un particular que carece de medios para ello. Creo que
estaremos de acuerdo en que esa conversación sería inimaginable en España. Para
ello, quizá convenga hacer hincapié en varias peculiaridades del sistema de
justicia norteamericana que pudieran servirnos mejor para encuadrar la
situación y comprender mejor cual debería ser el punto de llegada del Abogado del
Turno de Oficio en nuestro país. Aun a riesgo de simplificar demasiado el
complejo sistema de defensa norteamericano, los rasgos distintivos del mismo
podríamos resumirlos de la siguiente manera:
Primero.- No existe el derecho a la asistencia jurídica gratuita con
carácter general fuera del ámbito estrictamente penal, aunque pese a todo, esa
norma general admite excepciones, como, por ejemplo, los litigios en materia de
civil liberties, es decir, lo que
aquí vendría a ser los procedimientos especiales en materia de derechos
fundamentales. A ello debe vincularse otro dato característico del sistema
procesal americano, la conocida técnicamente como American rule: en los Estados Unidos no existe el criterio del
vencimiento objetivo en materia de costas procesales, siendo éste uno de los
puntos en que se separa del ordenamiento inglés, que en esta materia es similar
al nuestro. Y es que en los Estados Unidos cada parte debe abonar los costes de
su propia defensa, sin que tenga que pagar los de la parte contraria a menos
que dicha previsión venga específicamente recogida de forma en un texto legal. Sobre
este tema, es interesante la lectura del artículo Toward a history of the American rule on attorney fee recovery,
debido a John Leubsdorf, que expone brevemente una evolución histórica de la
materia desde los mismos antecedentes coloniales
Segundo.- La defensa de quienes carecen de derechos para litigar la asumen
letrados que se encuadran en lo que suele denominarse “Oficina del Defensor Público”, es decir, una especie de agencia
administrativa donde se incorporan letrados que deseen ejercer la defensa de
personas sin recursos económicos para permitirse un abogado de particular.
Excepcionalmente existen supuestos en los que propio juzgado es quien designa a
un abogado concreto la defensa de un acusado que carece de medios. En cuanto a
la valoración y los resultados obtenidos por los abogados de la oficina del
defensor público y los designados ad hoc por
los Tribunales, hace ya casi siete años, en un artículo titulado Public Defenders Get Better Marks on Salary,
publicado por Adam Liptack el 14 de julio de 2007, se glosaba un estudio en el
cual las conclusiones no dejaban asomo de duda: los defensores públicos
obtenían mejores resultados que los letrados designados ad hoc por el juzgado.
Tercero- La retribución de los “defensores
públicos” no se realiza caso por caso, sino a través de una retribución
anual que se va incrementando con los años. Así, por ejemplo, un defensor
público en el estado de Nueva York percibirá inicialmente entre 42.000 y 60.000
dólares anuales (o lo que es lo mismo, entre 30.200 y 43.200 euros anuales). Un
sueldo que es prácticamente idéntico al que perciben los fiscales, pues, por
ejemplo y a título ilustrativo sin salir ni tan siquiera del estado de Nueva
York, si acudimos a la página web oficial del New York County District Attorneys Office (http://manhattanda.org/salary-and-benefits) comprobaremos
que un fiscal recién llegado al cargo percibirá 60.000 dólares anuales, es
decir, 43.000 euros. Tanto a nivel federal como estatal, la única limitación
existente para la retribución de los defensores públicos es que ésta no puede
en ningún caso ser superior al de los fiscales, aunque las cantidades que ambos
perciben suelen estar muy por debajo de lo que obtendrían en el ejercicio
privado. Por el contrario, en los casos en que los letrados sean designados por
el juzgado, será éste quien le fije una cantidad en concepto de lo que en la
normativa se define como “reasonable
attorney´s fee”, es decir “honorarios
razonables de letrado”. En este último aspecto, cabe indicar que a
diferencia de lo que ocurre en nuestro país, donde los Tribunales suelen ser
bastante cicateros a la hora de establecer cantidades en conceptos de
honorarios profesionales (que siempre modifican a la baja), en los Estados
Unidos suelen concederse cantidades bastante cercanas al coste habitual de
mercado, e incluso se admite de forma expresa que en determinadas ocasiones los
órganos judiciales puedan incluso modificar al alza las retribuciones de los
abogados (esta práctica de mutación al alza, aunque siempre aplicada con
carácter excepcional, ha sido ratificada por el Tribunal Supremo de los Estados
Unidos en el caso Pardue v. Kenny, resuelto el 21 de abril de 2010)
Cuarto.- A lo
anterior habría que añadir, por último, un dato adicional puesto de relieve por
Benjamín H. Barton en su libro The
lawyer-judge bias in the American legal system, publicado en el año 2011 y
que acaba de ser reeditado en este año 2014. A nivel social, la ciudadanía
estadounidense tiene un concepto no excesivamente generoso de la abogacía, algo que contrasta con la valoración muy positiva
que se tiene de la judicatura, debido quizá a que ésta tiene un prestigio y una
autoridad moral (es decir, no sólo potestas,
sino auctoritas) de la que se ha
hecho gala con total merecimiento acreedora por su papel desempeñado a lo largo
de la historia como garante de los derechos individuales. Por contra, los
jueces americanos sí que por regla general tienen en muy alta estima y
consideración a los letrados, y ello por una potísima razón que el autor
anteriormente mencionado ha puesto de relieve y que constituye el núcleo o
piedra angular de su análisis: por encima de raza, sexo o ideología, los jueces
norteamericanos tienen algo en común, y es su experiencia previa como abogados
en ejercicio, lo que implica no sólo que conocen perfectamente y por
experiencia propia la tarea que desempeña un letrado sino lo arduo y
sacrificado de la tarea que hace que quien no la haya experimentado en carne
propia no pueda hacerse una idea de lo que supone, tanto a nivel profesional
como personal.
II.- SITUACIÓN DEL ABOGADO DEL TURNO
DE OFICIO EN ESPAÑA Y CAUSAS DE LA MISMA.
Aprovecharemos este último punto, es decir, la consideración que
socialmente merecen los letrados que prestan el servicio público de asistencia
jurídica a quienes carecen de derechos, para saltar el Atlántico y situarnos ya
en nuestro país. La situación en España curiosamente es la inversa. A raíz de
las diversas encuestas y análisis de opinión, la imagen que el público en
general tiene de la Abogacía en este aspecto es muy positiva, y contrasta con
la visión clamorosamente negativa que ese mismo público tiene de la
Administración de Justicia. Baste para esto último consultar el III Barómetro de la Actividad Judicial elaborado
por el Observatorio de la Actividad de la Justicia – Fundación Wolters Kluwer
en el año 2013, en el cual: “se observa
el incremento, respecto años anteriores, del porcentaje de los entrevistados
que consideran que la Administración de Justicia funciona «mal o muy mal», que
este año ha alcanzado su máximo histórico, un 65%. Un 27% más que en el año
1987, y 17% más que en el Barómetro del año 2010” (aunque quizá por un
piadoso sentimiento se pretenda justificar dicha estadística tan negativa de
una manera harto peculiar: vinculando esa opinión general negativa a la imagen
que los medios de comunicación transmiten de la Justicia). Sin embargo, por
regla general, aunque el trato de los empleados públicos vinculados a la
Administración de Justicia con los letrados es formalmente correcta y en muchos
casos de gran cordialidad personal (es de justicia reconocerlo, pues aunque
existen contadísimas excepciones éstas no hacen sino confirmar la regla
general), esa cordialidad no siempre viene acompañada por la consideración formal
y jurídica debida, algo que además incluso subyace de forma implícita en
algunas resoluciones judiciales. A todo ello debe añadirse la nula
consideración que la Abogacía, entendida ésta en sentido amplio como conjunto
de letrados, tiene para las Administraciones en general e incluso
sorprendentemente para las propias Corporaciones formalmente representativas de
la profesión.
Es evidente que mal puede llegarse a hablar de un Estatuto del Abogado
del Turno de Oficio si no se logra poner fin a la situación que acabamos de
describir. Ahora bien, para superarla, es menester profundizar en las raíces de
la misma. En mi opinión, tal estado de cosas tiene causas tanto exógenas, es decir, ajenas a la
profesión, como endógenas o internas que afectan a la propia Abogacía.
Primero.- Causas exógenas. Podemos centrarlas, a su vez, en dos focos
principales la Administración propiamente dicha y la Administración de
Justicia.
1.- La
Administración propiamente dicha. Es evidente que la Asistencia Jurídica
Gratuita es un servicio público. Pero es un servicio harto “peculiar”, dado que
sí, la Administración lo asume como propio, pero mediante una sutil trampa
saducea. Según la dogmática tradicional del servicio público, éste puede ser
asumido directamente por la Administración o ser encomendado a un tercero. Si
lo asume como propio puede hacerlo a su vez directamente, con su propio
personal (es decir, a través de órganos insertos en la propia estructura
orgánica administrativa y mediante personal a su servicio que deberá tener la
condición de empleado público) o mediante la creación de una organización
especializada (un organismo autónomo o una sociedad de capital íntegramente
público, por ejemplo) dotada de mayor o menor autonomía orgánica y funcional;
por el contrario, si decide gestionar el servicio público e forma indirecta la
forma habitual de hacerlo es mediante la concesión administrativa (artículos 8
y 275 a 279 del Real Decreto Legislativo 3/2011 de 14 de noviembre). A este
respecto, un análisis brillantísimo y riguroso sobre la materia, si bien
circunscrito al ámbito estrictamente local, es del debido a Francisco Sosa
Wagner, La gestión de los servicios
públicos locales, obra ésta cuya última edición (la séptima) data de 2008
precisamente para adecuarla a la Ley 30/2007 de 30 de octubre de Contratos del
Sector Público.
A los efectos que nos interesa, se considera a los Colegios Profesionales
como entes que desempeñan “funciones
administrativas” en determinados casos y a quienes, por lo tanto,
encomienda o, mejor dicho, impone la gestión del servicio, como así lo dispuso
el artículo 22 de la Ley 1/1996. Ello conlleva dos importantes consecuencias
perjudiciales para el letrado y sumamente beneficiosas para la Administración a
quien, lógicamente, interesa sobremanera el mantener esta situación lo máximo
posible. En primer lugar, los letrados no ostentan la condición ni de
funcionarios públicos ni de personal laboral de la Administración, sino que la
propia Ley 1/1996 indica en su artículo 23: “desarrollarán su actividad con libertad e independencia de criterio,
con sujeción a las normas deontológicas y a las normas que disciplinan el
funcionamiento de los servicios colegiales de justicia gratuita”, lo que
desde el punto de vista jurídico conlleva que, al no considerarlos trabajadores
stricto sensu, se les prive de
algunos derechos inherentes a tal colectivo (por ejemplo, el más importante, el
de huelga para reivindicar la mejora de sus condiciones). La segunda de las
consecuencias es que al no prestarse el servicio público mediante la gestión de
un tercero sino mediante la teórica gestión directa (aunque peculiar) por la
propia Administración, es ésta quien fija unilateralmente las retribuciones económicas
de quienes desempeñan el servicio. Unamos ambas circunstancias y comprobaremos
que precisamente aquí se encuentra el núcleo del problema: al no ostentar los
letrados que desempeñan el servicio la condición de personal al vinculado a la
Administración por una relación de empleo ya sea funcionarial o laboral, se les
cercenan los medios fundamentales de reivindicar mejoras salariales como tiene
cualquier otro colectivo. Pensemos que si la Administración gestionase
directamente el servicio, bien fuese directamente o a través de una
organización especializada, se encontraría con el problema de la dotación de personal necesario que gestionase en la práctica el servicio (que habría de
realizar bien mediante concurso entre quienes ya ostentasen la condición de
empleados públicos o bien mediante la convocatoria de un procedimiento
selectivo), personal que en caso de conflicto sobre las retribuciones podría
ampararse en el derecho de huelga del artículo 28.1 de la Constitución;
piénsese en lo que ocurrió en el año 2008 con la huelga del personal al
servicio de la Administración de justicia, las Administraciones públicas
responsables de la gestión del servicio público de justicia gratuita no sólo
guardaron un clamoroso silencio, sino que permitieron abiertamente convertir
las salas de vistas en improvisados comedores, en una situación digna del
celebérrimo Jersey Lilly de Vinegaroon en la época del no menos célebre juez
Roy Bean. Si, por el contrario, la Administración decide la prestación del servicio
mediante una concesión, es menester como requisito indispensable la existencia
de un proceso de contratación, y quienes presenten las ofertas lo harán
basándose en los costes reales del servicio (es decir, alquileres, suministros,
costes de personal) a lo que se añadiría, lógicamente, el margen de beneficio.
En
definitiva, que la Administración tiene todas las ventajas de una gestión
directa y ninguno de sus inconvenientes. Los Abogados, a la inversa: tienen
todos los inconvenientes del trabajo autónomo como si lo desarrollaran de forma
particular, pero están privados de la principal ventaja de esa autonomía: la
fijación de las retribuciones por su trabajo, que vienen fijadas
unilateralmente por un tercero sin que además a nivel práctico exista posibilidad
alguna de tomar medidas efectivas para
reivindicar una mejora de las mismas. Con el añadido, además, de que si se
cuestionan las irrisorias cantidades, los responsables políticos suelen lanzar
epítetos nada corteses sobre el colectivo.
2.- La Administración de Justicia.
Los letrados y procuradores son los únicos profesionales vinculados a la
Administración de Justicia que no se encuentran vinculados a la misma por una
relación de empleo público. Y ello, aunque parezca que no, de forma consciente
o inconsciente tiene su reflejo cotidiano en el actuar forense de dichos
empleados públicos. Es evidente, por ejemplo, que por muy correcto que sea el
trato que por el personal vinculado a la Administración de Justicia se dispense
a un letrado no alcanza ni con creces la deferencia que se tiene con los
integrantes de los Servicios Jurídicos de las distintas Administraciones, por
ejemplo, o la tolerancia que se admite con quienes tienen una relación de
empleo público. Sigue inserta en la sociedad española la idea de que la
superación de un proceso selectivo de alguna manera conlleva un prius respecto a quien no lo ha hecho y
que quien no lo intenta o si lo hace no lo consigue será por algo. Esto puede
demostrarse de forma empírica con un dato incuestionable: cuando el servicio
público de la Administración de Justicia estuvo paralizado durante dos meses
por la huelga de funcionarios, el poder judicial y la fiscalía se posicionaron
en pleno y de forma unánime en apoyo de las reivindicaciones; en el caso de la
suspensión de ese mismo servicio con ocasión de las reivindicaciones de los
letrados tan sólo seis meses después, el poder judicial se alió claramente con
la Administración y la fiscalía para cercenar de cuajo toda forma de protesta
efectiva; es más, incluso se llegó en este caso a recordar una doctrina que
podríamos denominar de “caso único”, al indicar que, aún en el supuesto de
aceptar que se estuviese ante un derecho de huelga “la colisión de derechos fundamentales en juego impediría amparar el
derecho de huelga” (Sentencia de 29
de mayo de 1995 de la Sección Primera de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo dictada en recurso número
6716/1990); y decimos que es de caso único porque esa doctrina,
jurídicamente impecable en su enunciado general y abstracto, si se admite como
principio tal permitiría eliminar virtualmente cualquier proceso de huelga. ¿Es
necesario recordar cuantas veces se ha utilizado esa tesis fuera del caso de
las reivindicaciones de la abogacía?
Es evidente también que los integrantes del Poder
Judicial, al carecer por lo general de todo tipo de experiencia previa en el
ejercicio de la abogacía (a diferencia de lo que ocurre en el mundo anglosajón)
y por ello no pueden llegar a comprender del todo por muy buena voluntad que
tengan, que el ejercicio profesional no se limita meramente a la redacción de
la demanda y la asistencia a las vistas. El planteamiento de un asunto lleva
muchas horas de trabajo de campo previo que, aunque no se nota, existe:
entrevistas con el cliente (donde hay que hacer en muchísimos casos una labor
de poda para separar lo principal de lo accesorio e incluso de lo supérfluo),
análisis del caso, examen de documentación reteniendo la útil y relevante para
el caso y desechando la que nada tiene que ver con el mismo, planteamiento de
la estrategia procesal, entrevistas con los testigos. Este trabajo de campo los
integrantes del poder judicial, dicho sea con todos los respetos, o no lo
perciben o de hacerlo parecen no considerarlo como tal, quizá porque al no
tener que tratar directamente con los clientes no les parezca que esto deba
tener importancia; el letrado parte de cero a la hora de realizar su trabajo,
mientras que el juez tiene gran parte del trabajo ya realizado. En este
aspecto, es muy curioso y no deja de ser ciertamente injusto, que el juez pueda
valorar económicamente el trabajo de un profesional de la abogacía (incluso
acudiendo a criterios como el “tiempo
dedicado al asunto” que es materialmente imposible que pueda cuantificarse
con carácter objetivo) y reducir a la baja unos honorarios que el juzgador no
paga, sin que pueda darse la situación inversa. Es otro aspecto, por tanto, que
debe ser objeto de una profunda reflexión y sobre el que se debería también
incidir: concienciar a los miembros del poder judicial del trabajo real que
efectúa un letrado y el trabajo previo que lleva la preparación de un asunto,
que consume mucho tiempo no valorado. Y que, cuando menos, el trato jurídico y
social que reciban en determinadas situaciones sea, cuando menos, idéntico al
que reciben las personas que se encuentran ligadas a la Administración de
Justicia por una relación de empleo público, siquiera sea porque todos “formamos parte del sistema”
Segundo.- Causas endógenas. Son fundamentalmente dos, una la propia
existencia de Colegios Profesionales y la segunda, es menester reconocerlo
honestamente pese a su crudeza, que afecta a los propios abogados a nivel
personal.
1.- Colegios profesionales. En este tema el
autor de estas líneas no es en absoluto imparcial, pues tanto pública como
privadamente ha manifestado en incontables ocasiones que el destino natural de
estos entes debería ser la desaparición por extinción natural. Doctrinalmente
no me han convencido las razones que se esgrimen para su mantenimiento, y es la
firme convicción de quien suscribe que si estas corporaciones perviven no es
más que por pura tradición, limitando su actual vegetar al reconocimiento de la
ley que carece de otro sustento razonable más que el vetusto peso de la
historia patria. Pero si a nivel doctrinal la carencia de sustento de estos entes es palmaria, si descendemos al terreno práctico veremos que por regla
general los colegios profesionales se alían sistemáticamente en contra de sus
teóricos representados inclinándose siempre inequívocamente por la defensa de
la Administración, esgrimiendo además siempre de forma reiterada y cansina el
interés del ciudadano o “justiciable”. Y no es de reprochar a una corporación
que se preocupe por los intereses de los ciudadanos, pero sí que este sea su
único norte cuando, además, ello se hace a costa de los derechos de los
letrados y máxime cuando los ciudadanos tienen sus propios cauces
representativos propios para hacer valer sus opiniones y sus reivindicaciones.
Citaremos únicamente y a vuela pluma tres ejemplos muy concretos y sumamente
reveladores del estado de la cuestión:
A.
El Presidente del
Consejo General de la Abogacía Española publicaba en su blog el pasado día 25
de febrero de 2014 una entrada que, con el título “Justicia gratuita: otro paso atrás”, glosaba el Anteproyecto de Ley
de Asistencia Jurídica Gratuita aprobado por el Consejo de Ministros el viernes
anterior. Pues bien, el máximo representante de la Abogacía dice textualmente
lo que sigue: “Está demostrado que el
servicio público de Justicia Gratuita que mantienen los 83 Colegios de Abogados
y, sobre todo, más de 39.000 abogados, 24 horas al día, 365 días al año en
cualquier lugar de España es, posiblemente, el servicio público que funciona
mejor en España, con mayor eficiencia, sin apenas quejas y a un coste realmente
bajo”; unas líneas más abajo, cuando habla de la necesaria reforma del
sistema, persiste, vuelvo a la cita textual: “No porque fuera difícilmente soportable incluso en tiempos de crisis,
porque es muy barato”. En el último de los párrafos apunta al centro de la
diana y lo que realmente a él le importa: el Anteproyecto de Ley es criticable
únicamente porque merma derechos de los ciudadanos, sin que mencione para nada
lo negativo que el mismo será para la abogacía y para los abogados que prestan
el servicio. Porque no hace falta ser un genio de las matemáticas para
verificar que si se aumentan los umbrales para acceder a la justicia gratuita y
las cantidades que se consignan para retribuir el servicio (ya de por sí
hilarantes por lo ridículas) no sólo no aumentan sino que se mantienen o
incluso se reducen, ello va a implicar una menor retribución del servicio para
quienes lo presten. Esto último parece no importar a la cabeza visible de la
profesión.
B.
En el Capítulo Octavo del VII informe del Observatorio de Justicia Gratuita,
elaborado el mes de julio del año 2013, dentro del apartado “defensa del modelo” se dice textualmente
y sin el más mínimo sentido del pudor lo siguiente: “La Abogacía Española consideró fundamental mantener este sistema y
lograr que los letrados no lo abandonen por culpa de la escasa remuneración”.
Creo que sobra todo comentario.
C.
Luis Nieto Guzmán de Lázaro, en su por otra
parte magnífica obra Turno de Oficio y
Justicia Gratuita, dice lo siguiente en la página 38: “Del profesional sobre cuyas espaldas, en definitiva y a la postre,
recae la defensa de los intereses de los ciudadanos y con ello la responsabilidad
última de que el sistema funcione, configurado como piedra angular del mismo, y
al que se exigirá tanto o más que al abogado particular a pesar de ser el único
servicio público que aún hoy no es remunerado de forma digna y adecuada”.
Pese a todo, ha de reconocerse a este autor que, por pura honestidad personal e
intelectual, describe noblemente con toda su crudeza la situación real del
sistema en las páginas 205 y 206 de la obra: “actualmente es el único servicio público en el que son los propios profesionales,
personalmente y a través de sus Colegios, quienes asumen en buena parte tanto
el coste de los gastos que genera su infraestructura, como el coste personal de
prestar sus servicios. Y ello sin una retribución mínimamente adecuada [...] Es por ello que, resulta sin duda obligado
–y de estricta justicia- reiterar una vez más la necesidad de dignificar y
adecuar la retribución del Abogado de Oficio a la labor desempeñada y que, hoy
por hoy, sigue siendo a todas luces insuficiente [...] Sin embargo, frente a la mejoría de la situación colegial antes
referida, nada o muy poco se ha avanzado en la situación del letrado que sigue
soportando sobre sus espaldas, a modo de ONG, el cada vez más ingente peso del
turno derivado de un Estado de Derecho que avanza y profundiza en las garantías
de los ciudadanos”. Ante la situación descrita, que no sólo permanece
inalterable sino que empeora con el paso de los años, es a mi juicio
incomprensible que el autor de dichos comentarios se niegue tan siquiera a
considerar, aunque sea para refutarlas otras posibles formas de gestión del
servicio.
Los ejemplos anteriormente descritos son perfectamente ilustrativos de la
situación de total abandono profesional en que se encuentra el abogado de
oficio: desde los colegios profesionales se reconoce sin tapujos que el punto
débil del actual sistema es la escasa retribución del servicio público,
claramente insuficiente al ser el único (insistimos, el único) que no sólo
carece de retribución digna, sino que se sostiene básicamente acudiendo poco
menos que a principios filantrópicos y metafísicos (apelación al interés del
“justiciable” y alusiones continuas a la generosidad y desinterés de los
letrados que con su esfuerzo llevan casi gratuitamente la defensa de quienes
carecen de recursos para litigar). Pero tal situación de forma harto
incomprensible se admite como inherente al propio sistema. Es más, siempre que
se produce una reivindicación profesional tendente a lograr una mejora de las
retribuciones (reivindicaciones que, dicho sea de paso, por regla general
parten de la base y casi nunca de las cúpulas) y la Administración en tales
casos simplemente insinúa (además, casi siempre de auténtico “farol”) que va a
asumir directamente el servicio o a sacarlo a concurso, los Colegios
Profesionales se pliegan, recogen velas y aparcan la reivindicación inicial (mejora
de la retribución) para centrarse en otra tangencial (mantener el servicio
público en manos de los Colegios Profesionales con independencia de su escasa
retribución) esgrimiendo precisamente el punto débil del sistema como argumento
para mantener la situación tal como está.
Mi tesis es
que mientras no se supere esta deficiencia inserta en la propia médula de los
colegios profesionales e inherente a la naturaleza de los mismos en su calidad
de longa manus administrativa, la
situación tiene muy pocos visos de prosperar. Mientras que no se asuma que un
despacho de abogados no es simplemente una “oficina de derechos humanos”, sino
una actividad profesional en la cual la persona o personas que lo integran
están para ganarse la vida como lo hacen otras personas en otros sectores
profesionales o empresariales, poco o nada avanzaremos en este asunto.
B.- Cambio de mentalidad del abogado
individual. También, todo hay que decirlo, existen conceptos que creo deben
desterrarse, como que el abogado a quien se le designa la defensa de un cliente
debe defenderlo a toda costa incluso careciendo de razón y de pruebas. Ello es
indiscutible en el ámbito penal, donde el derecho de defensa es sagrado e
irrenunciable y, como bien decía el fiscal en el episodio de la serie Ley y Orden con el que se iniciaba este
comentario, en estos casos el abogado debe defender al cliente aún a sabiendas
de su culpabilidad y de la inexistencia de pruebas de descargo. Ahora bien,
entiendo que dicha regla cede en asuntos no penales. Una cosa es el sagrado e irrenunciable derecho de
defensa que tiene todo ciudadano ex artículo 24 de la Constitución, y otra que
sus intereses deban ser sostenidos a toda costa no sólo conociendo el letrado
que su cliente no tiene razón sino incluso que carece de todo tipo de pruebas y
que indudablemente se obtendrá una sentencia desestimatoria de las pretensiones
del defendido. Pese a que ambas situaciones no deben equipararse, sin embargo
muchos letrados las confunden, llegando a extremos difícilmente comprensibles.
A título ilustrativo, me permito referir un par de anécdotas de las cuales
tengo conocimiento directo. La primera, tuvo lugar hace poco menos de un par de
meses, cuando el redactor de estas líneas hubo de defender los intereses de un
cliente que reclamaba una serie de cantidades que otra persona le adeudaba;
pues bien, en la vista acudió con el beneficio de justicia gratuita concedido y
con un letrado designado al efecto por el colegio quien se opuso alegando que
varias cantidades estaban ya pagadas; hasta aquí todo normal, salvo que a la
hora de llegar a la fase probatoria en lugar de aportar los justificantes de
abono de las cantidades que se decían ya satisfechas (que sería lo normal) el
letrado indicó impertérrito que, cito textualmente, “no tenemos prueba” (sic). La segunda tuvo lugar hace ya años y la
viví en carne propia en el primer caso que se me asignó como abogado defensor
de un beneficiario de justicia gratuita a quien la comunidad de propietarios le
reclamaba una cantidad en concepto de cuotas impagadas derivadas de la
titularidad de una plaza de garaje; cuando le pregunté si tenía los
justificantes de pago, me respondió textualmente que el no pagaba la cantidad
que tenía asignada en concepto de cuotas, sino la que él creía justa, porque no
era de recibo que su plaza abonase la misma que otras mucho más amplias. Dado
que la comunidad había establecido en junta de propietarios que todas las
plazas de garaje abonasen la misma cantidad, mi consejo profesional fue que la
pretensión de oponerse en el monitorio no tenía sentido y estaba abocada al
fracaso, toda vez que lo que debería hacerse era proponer una junta general que
tratase el tema e intentar que ésta modificase el sistema, pero no hacerlo el
propietario motu proprio. El
individuo en cuestión insistió, erre que erre, en que aún en este caso quería
oponerse y que el juez “viese el garaje”. Aunque esta es una opinión personal
y, por tanto, falible, el derecho de defensa que todo ciudadano posee no
justifica que un letrado deba someterse, y menos voluntariamente, a un
ejercicio de tiro al blanco, razón por la cual opté, en estricta aplicación del
artículo 32 de la Ley 1/1996, por comunicar oficialmente la insostenibilidad de
la pretensión razonándolo debidamente. Seguidos los trámites el Ministerio
Fiscal avaló las tesis y al individuo en cuestión se le acabó denegando el
derecho a la asistencia jurídica gratuita.
Sin embargo,
esa mentalidad de que uno ha de sostener a toda costa los intereses del
designado incluso en casos como los relatados se encuentra profundamente
arraigada aun inconscientemente en muchos integrantes de la profesión. Y
entiendo que ello no contribuye precisamente a dignificar la imagen profesional
del abogado porque, insisto, es misión indiscutible e irrenunciable del letrado
la defensa de los intereses de su defendido, pero a salvo de las causas
penales, ello en modo alguno justifica que el profesional tenga que inmolarse
gratuitamente yendo a una derrota segura cuando se es consciente de que ni su
cliente tiene razón ni existen pruebas objetivas que permitan tan siquiera
mantener con un mínimo de dignidad la defensa. Porque una cosa es el derecho de
defensa y otro el masoquismo jurídico.
III.- CONCLUSIÓN: LA DIGNIFICACIÓN
SOCIAL DEL ABOGADO COMO PASO PREVIO AL ESTATUTO DEL ABOGADO DEL TURNO DE
OFICIO.
Es tarea imposible o, cuando menos, harto difícil la de elaborar un
Estatuto del Abogado del Turno de Oficio si antes no se dignifica la labor
social realizada por la Abogacía, algo que hoy en día parece una tarea digna de
Heracles. Y es que en efecto, se necesitaría de la fuerza y tenacidad del héroe
mitológico griego para remover todos los obstáculos, prejuicios e intereses que
se oponen a ello. Es muy difícil que la Administración se plantee reformar la
gestión de un servicio público que es el único que no tiene retribución digna,
y cuya justificación se mantiene acudiendo a razones puramente históricas
totalmente superadas. Baste para ello indicar que aún hoy se recuerda por parte
de las Administraciones (e incluso en pleitos recientes por la propia fiscalía)
que la abogacía ha prestado el asesoramiento gratuito a quienes carecen de
recursos como una cuestión de honor, citando incluso la regulación de las
Partidas. Ello es cierto, pero todo ha de interpretarse en su contexto, y no
aisladamente, dado que la sociedad evoluciona: cuando la abogacía prestaba a
título de “honor” la asistencia jurídica de forma desinteresada a menesterosos
ello se hacía invocando razones estrictamente religiosas; los servicios
públicos de educación y asistencia social los prestaban desinteresadamente las
instituciones eclesiásticas. De igual manera, cuando la abogacía asumía como
cuestión de honor la defensa de quienes carecían de recursos, no era
socialmente bien visto que la defensa frente a ataques al “honor” se dilucidara
en los Tribunales, sino que ello debía solucionarse de otras formas; sirva como
prueba que todavía en 1890 Eusebio Yñiguez publicaba la segunda edición de su
obra Ofensas y desafíos: recopilación de
las leyes que rigen en el Duelo y causas originales de éste, tomadas de los
mejores tratadistas, con notas del autos (cuya edición fascímil posee el
redactor de esas líneas), cuyo párrafo inicial no deja lugar a dudas: “Materia árdua es la que me propongo
desarrollar en estos mal escritos renglones, que servirán de introducción á una
obra de la índole de la presente, útil tan sólo para los que estimen en algo la
inmaculada pureza de su honor”. De igual manera, quienes acudan a las
Partidas deberían recordar, por ejemplo, que dicho texto legal nos
encontraríamos también con la Ley III Título VI Partida III, que bajo la
rúbrica “Quien no puede abogar por otri e
puedelo fazer por fi” establece que “Ninguna
nuger quatoquer q fea fabidora, non puede fer abogado e juicio por otri”; y
creo que todos estaremos de acuerdo en que sería ridículo pretender hoy en día
acoger dicha situación simplemente porque venía recogida en las Partidas y la
misma se mantuvo hasta épocas verdaderamente recientes. Estamos en pleno siglo
XXI, pero a la hora de justificar el mantenimiento del actual sistema de
justicia gratuita subyacen inconscientemente justificaciones arcaicas en el
tiempo y superadas (o, cuando menos, que debieran haberlo sido) con el
advenimiento del Estado constitucional. Debe pasarse página cuanto antes en
este tema y concebir la justicia gratuita como un auténtico servicio público,
similar a la sanidad o la educación, por ejemplo.
Es imposible,
igualmente, avanzar en la materia mientras persistan los colegios
profesionales, cuando menos en su actual funcionamiento. Creo haber demostrado
que este tipo de entes suponen un lastre más que una ventaja para el abogado, y
aun aceptando que los mismos deban continuar con las actuales características
(como he indicado, mi opinión personal es que deben desaparecer por obsoletos y
arcaicos, pero para efectuar una argumentación ad hominem aceptaré que los mismos deban persistir e incluso protegérseles con el privilegiado arancel de la
colegiación obligatoria) no es posible avanzar hacia un Estatuto del Abogado de
Oficio mientras la preocupación última de tales entes sean los ciudadanos y no
los abogados mal irá la cosa. En este sentido, la dignificación social de la
abogacía pasa por que las propias instituciones representativas de los
intereses de dichos profesionales consideren a los mismos con la dignidad que
merecen, y sostengan abiertamente y en todos los momentos que una actividad
digna merece una retribución digna, tarea ésta de la cual hoy por hoy parecen
haber abdicado.
Por último, es menester inculcar en el personal al servicio de la
Administración de Justicia la tarea social que desempeña el abogado, no sólo el
que presta el servicio público de justicia gratuita, sino toda la profesión.
Hacer hincapié en que, por utilizar las palabras del fiscal de la serie Ley y
Orden, “todos formamos parte del sistema”.
Sólo cuando
se hayan dado todos esos pasos y se haya logrado dignificar realmente tanto a
nivel económico como social la profesión, se podrá hablar verdaderamente de un
Estatuto del Abogado del Turno de Oficio.
Con anterioridad hemos mencionado al héroe mitológico griego Heracles. Pues
bien, cuando hace ya más de un siglo el sistema político de la restauración
caminaba hacia el fracaso al ser incapaz de modernizarse, manteniéndose por
pura inercia histórica, y cuando la legalidad era continuamente superada por la
realidad, José Ortega y Gasset publicó en el día 20 de enero de 1920 en el
madrileño diario El Sol un artículo
que, con el título “La hora de Hércules”
(y que actualmente puede consultarse en las páginas 318-320 del tercer volumen
de sus Obras Completas,
Taurus-Aranzadi, 2005), analizaba la situación del momento. En el mismo, don
José indicaba que “Todo hombre
democrático, es decir, todo hombre que respeta la idea del derecho, debe
preferir ver suspendida la legalidad a verla burlada y escarnecida”, tras
lo cual finalizaba el artículo con un párrafo memorable: “Antes de que llegasen las horas floridas de la Grecia clásica, fue
preciso, según la leyenda, destruir los monstruos y limpiar los establos de
Augías. Este duro menester no era faena para platón: tuvo que cumplirlo
Hércules”. Quizá sea hora de que desde la Abogacía surja un Heracles asumir
una tarea que la máxima autoridad representativa de la abogacía hace lustros ha
renunciado acometer.
Este estudio fue leído por su autor en la sexta Ponencia del III Congreso Nacional de
Abogados del Turno de Oficio y Asistencia Jurídica Gratuita de Alcalá de Henares de 2014.
1 comentario:
Estimado compañero Jorge:
Obligado resultar tenerte que felicitar por la elaboración de tan concienzudo artículo.
Sin extenderme, quisiera compartir una idea que me viene rondando en la cabeza desde hace algún tiempo, consecuencia evidente de lo que has tildado como farol de la Administración en sus incesantes avisos de que “va a asumir directamente el servicio o sacarlo a concurso”. ¡¡Qué más quisiera ese gato poder lamer el plato!!.
Efectivamente, no tengo la más mínima duda de que se trata de un burdo lance de quien únicamente nos hace creer que puede disponer y manejar la situación, olvidando que no consta en su HABER ese gran “capital humano” integrado por un valiosísimo número de abogados del T.O dispuesto a dar el todo a cualquier hora del día, en cualquier lugar recóndito de nuestra geografía, y durante los 365 días del año.
Dicho olvido puede resultar contraproducente para la Administración, y así hay que hacérselo ver. Apostaría porque tan solo habría que dar los pasos iniciales para transformar lo que se les antoja “control” en sensata y justa “colaboración”. Tan solo se les debería hacer saber que hay una decidida voluntad de mercantilizar ese potencial profesional y humano, dejando de lado la adscripción individual en el T.O.
La primera e inmediata tesitura que aflorará en la cabeza de nuestros responsables políticos será determinar si existe “empresa”, “bufete” …. en el territorio nacional, que cuente con dicho ACTIVO profesional. La respuesta es evidente.
Mayor despropósito para la Administración será comprobar que no puede acudir, siquiera, a empresas o profesionales extranjeros. Nuestra segunda ventaja es gozar de un sistema jurídico-legal propio, no universal.
De plantearse seria y decididamente a la Administración dicha escena, no me cabe duda que se verán forzados a dar “dignidad” a tan denostada profesión.
Lo anterior, no es más que una traslación desde mi prisma personal de lo que sectores de la medicina hicieron en su momento con empresas como el SAMUR. Si ellos pudieron hacerlo, ¿por qué no nosotros?.
Espero haber aportado alguna idea provechosa que nos haga salir de tan incalificable situación.
Un saludo.
Victor de Prado
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